domingo, 10 de febrero de 2008

La Ciudad y los Perros Calientes

Por: Carlo Magno Torres Lora

Tiene sesentinueve años de edad y la mitad de su vida la ha dedicado a la venta de “perros calientes”, a unos pasos del Parque Principal en plena avenida Balta, el Tío Sand –por sandwich- unta ensalada junto a dos mitades de hot dog entre las paredes de un delicioso pan; acaba de preparar un apetitoso sanguche.

Bajo la cornisa de lo que fuera hace unos años atrás el Banco Popular, junto a las rejas de una compañía de seguros y casi a media luz, se pierde la figura amable de Marcos Urbina Espinoza, natural de Cajamarca, viudo, padre de seis hijos. Ha estado allí hace treinta y cinco años –prácticamente toda una vida- cortando noche a noche una innumerable cantidad de panes, a los cuales agrega con una elogiosa rapidez un hot dog, algo de salsa y las cremas al gusto del cliente.

“Empecé casi igual que ahora; en esa época tenía un carrito como éste, preparaba mis “perros calientes” a diez centavos y la venta era buena; así los llamé por la traducción del inglés “hot dog” y para que: terminaba la noche con trescientos a cuatrocientos sanguches vendidos, hacían tres colas: una para niños, otra para mujeres y otra para hombres; eso se daba cuando salían del cine. Ahora ya no se vende esa cantidad, es por la misma situación económica en la que estamos, aunque sólo los vendo a un sol, pero la gente ya no compra como antes”.

Don Marcos, arregla su gorra para que le encaje bien mientras me cuenta que compraba el pan en la panadería El Milagro. “Bueno, hace dos años que la cerraron, es por ese motivo que cambié al Progreso, ¿La salsa? –me preguntó mientras atendía a un cliente- la hago yo mismo con las demás cremas, hasta la mayonesa; menos la mostaza, ésa la tengo que comprar aparte porque no sé hacerla”. Habla mientras prepara otro “perro”.

De pronto, su rostro surcado de arrugas cambió repentinamente, su mirada poblada de colmadas cejas se agudizó, mientras le hacían sombra a las mejillas cubiertas de barba gris, la misma que enmarca sus labios profundamente adoloridos por el sentimiento que lo embargó cuando le pregunto si todos sus hijos están en Chiclayo o por otras razones se encuentran lejos, soltó una pequeña sonrisa sensata y me dijo irónicamente: “Uno de mis hijos es fallecido y el resto de ellos se encuentran felizmente trabajando acá en Chiclayo”.

Luego le pregunto, qué tanto había cambiado el centro de Chiclayo desde los tiempos en que se le ocurrió estacionarse allí por primera vez. Señalando abajo me dice: “Ha cambiado bastante señor, fíjese: antes la mitad de la vereda de esta avenida era de tierra, el parque sólo era la mitad de lo que es ahora y chocaba con la Iglesia Matriz, era una Iglesia muy bonita, a las justa entraba un carro por San José. El Banco Continental del frente era un corralón de Baca Aguinaga, ahí criaban ganado y el edificio de Aduanas era la casona del mismo señor; en esa época se comentaba que la perdió por una hipoteca con el Banco Nor Perú; la gente era más honesta, respetuosa y aunque había menos luz que la de ahora, no asaltaban, uno podía caminar tranquilo por donde quería, la delincuencia es de hace poco”. Me hizo una señal de espera con su mano para atender a otro comensal, mientras seguía observando la habilidad en que preparaba los sanguches.

Secaba un vaso recién enjuagado cuando se le acercaron dos clientes más, “¿Ah, cuáles son los días de más venta me dice?, bueno: se vende más los lunes, martes, viernes y sábados por lo mismo que en esos días hay movimiento. Yo trabajo todos los días: desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche y así lo he hecho todo el tiempo, a veces se vende todo, como a veces tengo que regresar a casa con algunos panes de más, pero no me quejo y doy gracias a Dios que hasta el momento no he tenido inconvenientes con mi negocio y espero seguir así.

Después de agradecerle por la entrevista, muy amablemente se despide de mí con una sonrisa llena de sencillez en el rostro. Poco después tendría que retirarse una vez más a su hogar, en el Distrito de la Victoria, encargando a la vuelta su carrito diseñado por él mismo, de color blanco y azul auspiciado por la PEPSI; una vieja e impecable silla, donde él descansa mientras vende; más menaje, el cual utiliza todos los días al saciar el apetito a jóvenes de los institutos, parejas, trabajadores de los bancos, incluso padres de familia que ha visto desde cuando eran niños y quién sabe a cuántos más que pasan por allí, para volver al día siguiente con la rutina de siempre, esa rutina que no ha interrumpido por más de treinta años.

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