domingo, 10 de febrero de 2008

ENTRE TRAGOS Y MEDIAS NOCHES

UNA BONITA HISTORIA PARA RECORDAR



Carlo Magno Torres Lora


El bullicio de la gente y el rugir de autos y motos comienzan a escucharse cerca de la media noche, se añade el sonido de los equipos digitales con el coro del destape de botellas, latas y la voz de uno que otro pequeño vendedor de cigarros y chicles; esto, es más que suficiente para darse cuenta que el bendito fin de semana ha llegado.





Tomándome una buena cerveza en
el Recordado Sunset Café.



Desde la época en que comencé a deambular por las noches juergueras de los últimos tres días de la semana, ésta, ha pasado por una etapa de metamorfosis continua, sea de fondo o forma; en el fondo, porque los patas con los que empecé mi vida parroquiana ya no son los mismos; en la forma, los lugares en los que compré los primeros tragos también han cambiado, ambos son casi diferentes, pero se entiende que es parte del juego.

A comienzos de los 90’s el “punto” era en los Bolelos, una tienda de Santa Victoria donde la gente del lugar y unos cuantos conocidos de los tonos se reunían para empilarse antes de ir a una fiesta, luego creció el grupo y la reunión era ahora en el edificio de las Garzas, frente a Los Parques, tomando una forma grupal más grande debido a los adeptos que, atraídos por la música y el trago, hacían de la noche su rehén hasta rayar el alba. Pero, esto duraría unos meses, pues, los vecinos se quejaron y la gente se fue en busca de otro lar donde descargar la euforia de su reciente mayoría de edad.

Quedaron entonces las noches peñeras de Los Hermanos Balcazar, con su sepultado tema de Escajadillo y segundo himno: “Un pueblo llamado Chiclayo” y el hartazgo del “Venite Volando” –potpurrí de los Iracundos que hiciera tan popular la Orquesta del Cholo Montenegro-, temas capaces de transformar toda especie adolescente del momento en pistones abrazados, saltando llenos de alcohol sobre las mesas o donde se encontraran parados. Como es lógico, esto también tuvo su temporada, la gente buscaba más diversión, más espacio, más innovación, más rock and roll, más libertad y como era de darse, abren La Casona, una discoteca que lo tenía todo, desde la música, el espacio –es decir fuera de ella-, las flacas y por supuesto, el trago, elemento fundamental de toda juerga, con él se hace de todo, se tiene agallas, aumenta la adrenalina, te avientas al primer cuero que se te cruza, te olvidas de los problemas en que está pasando tu adolescencia y el ¡Perú carajo!

El furor de esta discoteca fue tanto, que a los chiclayanos les cambió un poco su forma de vida en la concepción de libertinaje, eran tiempos en que caía en el letargo el Rock Clásico con el Heavy Metal, y tres desarreglosos norteamericanos gritaban y distorsionaban más de lo normal su guitarra, tiempos en que el suave swing de las baladas se hicieron a un lado para saltar y enloquecer al ritmo de la Música Alternativa creada por Nirvana. Simplemente el romanticismo, se fue al tacho.

La única cuadra de la desconocida calle Virgilio Dall’Orso se llenó de amantes de la nocturnidad, autos y motos adornaban el orbe, motivando a otros señores a abrir más licorerías y discotecas por la zona. Una de ellas fue la licorería El Palo Viejo frente al conjunto habitacional conocido como Pascual Saco II, en plena Avenida Leonardo Ortiz, allí había espacio para todos los juergueros con todo y naves, estacionándolas donde les apuntaba la nariz, invadiendo toda la pista a tal punto que los ajenos se veían obligados a dar la vuelta por las calles cercanas y claro, sin lugar a reclamo.

La juerga en masa es toda una realidad, las calles son invadidas de adolescentes en busca de explosión, siempre hay motivo para celebrar. Al poco tiempo abren la discoteca Exces, a unos cuantos pasos de La Casona. Y a espaldas de El Palo Viejo, el Kroko´s, un seudo pub, que más bien parecía una licorería y punto de acopio para noctámbulos callejeros en busca de tragos a bajo costo. En resumidas cuentas, había diversión y “ofertas” para todos los gustos.

Es mediados de los 90’s y la vida nocturna en Chiclayo ya tiene nombre propio: “La calle”, a nadie le importa ahora entrar a una discoteca, pub o cualquier snack para tomarse unos tragos, lo que interesa es libar acompañado de flacas por el solo gusto de estar en onda. Abrieron más discotecas, una espectacularmente grande fue la Doble A, a la entrada de La Victoria, antes de llegar al Jockey, un sitio capaz de albergar a toda esa juventud en busca de pachanga sin sentirse encerrado, pero como es de costumbre, tuvo su tiempo.

La brújula de escape ahora apuntaba a la curva, una esquina entre las avenidas Bolognesi y Leonardo Ortiz, frente al Molino Piedra, unas cuantas mesas, sillas y ripio por todos lados era el mobiliario para acomodarse a tomar sus chelas o las ofertas de Ron Pomalca con Coca Cola -que hasta ahora las compran en el chino Kant-, escuchando buena música salida de un vibrante y mal ecualizado mini componente; era el paraíso perdido para ir de farra, donde se reunía toda la “gentita chiclayana”, la misma que se ensalzaba más cuando había una que otra bronca para amenizar la noche y para variar, no se hacía esperar la compañía de la Ley poniendo el orden con un patrullero medio bronco por la falta de aceite al motor, o tal vez porque los amortiguadores estaban vencidos; razón suficiente para pedir un sencillo a los nocturnos y dejarlos en paz a cambio de apoyarlos en la compra de una rifita pro repuestos o parte de la reparación de la móvil. En pocas palabras y después de todo: “que siga la juerga”.

La monotonía se hacía más patética y cotidiana para la muchachada, se tenía que innovar en algo, o por lo menos se debería de inaugurar otro chupódromo y así fue. Como a la gente le gusta que la vean tomar al aire libre, convirtieron la pista de patinaje, -único campo en su clase para incentivar el deporte callejero- en una taberna gigante, se podía entrar a pie o en ruedas para dar libre albedrío a los instintos etílicos, una tierra de nadie a donde encontrar carne y sólo para los valientes. La cosa es que allí estaba todo el mundo, si buscabas a alguién para ponerte pilas, lo encontrabas dentro y con toda la mancha. ¿Música? Por supuesto que sí había y a todo volumen, mezclándose con los esquizofrénicos ruidos individuales de los equipos de los autos. Otro de los sitios donde escapar por la noche, era el nuevo y bienvenido Ben Gan, un restaurante acriollado, o sea multiusos, lleno de cerveza lista para ser consumida por las gargantas más sedientas e insatisfechas de propios y extraños que hasta ahora lo visitan.

Ahora en el nuevo Milenio, ya no importa en donde te diviertas, los grifos se han puesto de moda, el primero de ellos fue el Texaco del Paseo Las Musas y estaba por seguirle los pasos el Mobil de la Avenida Bolognesi frente a Pascual Saco, pero esta vez la Ley se dejó sentir y erradicó todo tipo de juerga en plena vía pública. Los parroquianos no tuvieron otra opción que retirarse un poco más del límite de la ciudad refugiándose en el último de ellos, el grifo YPF cruzando la urbanización Santa Victoria, -sin darse cuenta del peligro que corren al prender las colillas de los innumerables cigarrillos a unos pasos de los surtidores- para ponerse las pilas antes de entrar a la discoteca del frente, la misma que al igual que las otras, pasará de moda y quien sabe a donde diablos será nuestro próximo punto, para ir celebrando por la vida de lo bien o mal que nos va, dejando en el camino botellas, latas, vasos descartables y puchos consumidos después de estar entre tragos y medias noches.



No hay comentarios: